Mi padre pasó los primeros años de su vida en San Sebastián, que para aquel final de los 30 era un pequeño pueblo pesquero al norte de España... y creo que por eso su amor por el mar, que impulsó a mi familia a conseguir una pequeñísima casita a orillas del golfo de Cariaco, allá por el 1977.
Durante ese tiempo, cada vez que él y mi madre lograban robarle días a sus labores cotidianas, emprendíamos el camino como la torguga (lento y con la casa a cuestas) y después de largas horas de carretera - en mi percepción infantil - arribábamos a nuestro ranchito de playa, desde el que cada mañana saludábamos frente a nosotros el amanecer en la costa sur de la península de Araya.
Despertar, entonces, con el inmenso Azul en frente, bordeado por las tierras rojísimas de la península lejana se volvió, entonces, parte de mi cotidianidad... Aquellos cerros redondeados, donde la tierra tomaba matices multicolores que se adivinaban a la distancia, me hacían fantasear sobre la gente que allá habitaba; y cuando en nuestro pequeño barquito - más parecido a una cáscara de nuez pintada de rojo alegre que a los robustos peñeros que hoy día cruzan la boca del Golfo - nos lanzábamos aguas adentro a pescar por las mañanas, aguzaba mi mirada intentando descubrir a la distancia, formas que se separaran de las rojas tierras y se transformaran en señales de la vida que sin duda debía haber en ese sitio que crecí contemplando como una línea que dividía Azul cielo de Azul mar.
Cosas de la vida, del tiempo, de los seres humanos, me mantuvieron lejos de Cumaná, hasta hace algunos años, momento en que de visita en casa de una amiga - mujer brillante, bebedora fabulosa, lectora empedernida - crucé por primera vez el Golfo de Cariaco, en busca del castillo y los colores de la salina de Araya. El tapadito... vehículo asombroso que como bólido de madera une tierra firme y tierra peninsular, cuyo muelle se encontraba en un pequeño pueblito que quedaba allí, justo allí donde mis ojos adivinaban la presencia de gente durante mis incursiones en las aguas del golfo durante mi época infantil.
Cosas de la vida, del tiempo, de los seres humanos, me mantuvieron lejos de Cumaná, hasta hace algunos años, momento en que de visita en casa de una amiga - mujer brillante, bebedora fabulosa, lectora empedernida - crucé por primera vez el Golfo de Cariaco, en busca del castillo y los colores de la salina de Araya. El tapadito... vehículo asombroso que como bólido de madera une tierra firme y tierra peninsular, cuyo muelle se encontraba en un pequeño pueblito que quedaba allí, justo allí donde mis ojos adivinaban la presencia de gente durante mis incursiones en las aguas del golfo durante mi época infantil.
Sin embargo, en aquel momento, el pueblito pequeño fue eso: lugar de embarque y desembarque (debo reconocer que lo que más recuerdo de aquel viaje es la punzante arena de Araya, levantada por el viento), y no tuvo nombre para mí, aunque su nombre existía.... Aquel día fue cuando por primera vez estuve en Manicuare.
Fue ya en 2007, cuando - por aquellas cosas de la producción audiovisual - conozco por vía telefónica a un personaje responsable del Instituto de Cultura y Patrimonio del Municipio Cruz Salmerón Acosta, cuando estamos haciendo las tareas de preproducción para uno de los capítulos de la primera temporada de nuestra serie documental La Historia que cuenta mi Pueblo... y a pesar de que nuestro capítulo tratará fundamentalmente sobre las historias que corren alrededor de las salinas y la fortaleza de Araya, este personaje - que dice llamarse Julio Hernández, y que habla con ese acento y velocidad característico de los pobladores del oriente de nuestro país, lo que me complica la existencia cada vez que conversamos por teléfono - me dice: Blanca, no te olvides de Salmerón y su poesía... Eso tiene que estar en tu programa.
Llegada, entonces, a Araya por tierra... Luego de Campoma y su laguna, tomamos la carretera que ya anuncia la magestuosidad de los paisajes que nos esperan. En la noche vamos de Araya a Manicuare a encontrarnos con Julio, y allá a lo lejos se ve Cumaná. Por primera vez yo en tierra peninsular, y los otros en tierra firme, y en Manicuare la gente se sienta aún en la acera a tomar el fresco, y en todas las casas saludan, y todo el mundo conoce a Julito y nos dice cómo llegar a su casa.
Pasa que dos días después, listas las entrevistas en la Fortaleza de Araya, vamos con Julio a la casa del poeta, y subimos a esa colina de grandes rocas donde está ese sitio que albergó a Salmerón durante su aislamiento, y Julio nos contó su historia: La historia del poeta, del pueblo de Manicuare, sus luchas, ilusiones y desencantos; pintó con palabras el Azul de Salmerón, el cielo y la tierra de las loseras, las arrugas de los trabajadores de las salinas, las manos de los pescadores... El llanto del cielo transformado en lluvia salvadora... y entonces me dí cuenta de que era justo en ese momento cuando por fin llegaba a Manicuare.
Llegué a Manicuare y sé que a partir de entonces parte de mi corazón siempre estará allí.